
Margarita Ayala frente al jardín de la casa -que ahora es parte del Museo Interactivo. Foto: Julio Estrella / EL COMERCIO
Era una libreta de bolsillo. De líneas, para más señas. Ángel Amable Cevallos atesoraba ese cuadernillo pues en él repasaba las lecciones que más le importaban cuando era veinteañero: era una libreta de piropos.
Los fines de semana, en especial, se paseaba por la casa donde creció, en Chimbacalle, memorizando los versitos, que pronto tendrían dueña. Era tal su afán que una sobrina de siete años, que llegaba de visita, le preguntaba qué estaba estudiando, que era lo que repasaba con ahínco, qué era eso que a ella no le sonaba a lección.
“Estoy repasando los piropos para enamorar”, le explicaba a ella, que no entendía mayor cosa, pero que era feliz viendo a su tío, el de las largas pestañas, aprenderse los poemitas.
El caballero completo
Los piropos, lo sabía Ángel, no lo eran todo. El chulla que los dijera debía verse tan bien como el halago recitado. “Mi tío terminaba de aprenderse bien los piropos, y se duchaba. Se ponía un perfume que se llamaba Agua Brava y se vestía de terno y chaleco, camisa impecable, zapatos pulcrísimos”, recuerda la sobrina.
Y faltaba el toque final: iba hasta el jardín de la casa, donde ahora funciona el Museo Interactivo de Ciencias, y recogía flores para regalar a quien el piropo ayudara a atraer. Y había una flor infaltable en su rutina de conquistador, su consentida: Margarita, su sobrina, cuenta estos recuerdos.
“Mi tío me decía ‘alístate para ir al Centro, Margarita’. Mi mamá me ponía unos lindos vestidos y yo, feliz, de su mano iba a la Plaza Grande a ser testigo de sus lances de conquistador, aunque yo no sabía qué era eso”.
Ya en la Plaza, Margarita era bien compensada con dulce de higo, o melvas o ‘bebas’. Cuando las guambras quiteñas, que siempre caminaban en grupo, con su vestidos y chaquetas, sus diademas, sus lindos peinados, pasaban cerca de Ángel, era hora de dar la lección tan rigurosamente aprendida.
“Ojos de chocolate, boca de caramelo, mi corazón late cada vez que te veo”. La red había sido lanzada. Las muchachas lo oían. Todas sonreían. Algunas se iban. Pero otras se quedaban a ver si el chulla galán tenía algo más que decir.
“Quiteñita, corazón de oro, todo lo que tengo es tuyo”. “Me gustaría ser una hormiguita para subir a tu balcón y decirte, enamorado, quiteñita de mi corazón”. “Si así está de verde, ¿cómo estará de madura?”… A las que se quedaban a oír el galanteo les pedía los números de teléfono. Y entonces, la libretita de piropos se convertía en agenda de enamorado.
La partida
Hace un año que Ángel Cevallos falleció en Guayaquil. Allá lo había llevado su vida de militar y el amor de Mercedes Robalino, la guambra costeña que lo conquistó, con quien se casó y con quien tuvo cuatro hijos.
El covid lo atrapó cuando aún no había vacunas. Pero ni un virus letal borra el legado de alegría y optimismo que sembró. El último piropo está por decirse. Ha nacido del corazón de su sobrina, que no lo olvida, que se lo ofrenda como una de esas flores que aún crecen en el jardín de la vieja casa de Chimbacalle: “Angelito, mi querido tío, te fuiste repentinamente. Hoy vivo los recuerdos y la alegría que dejaste en mi corazón y en mi mente. Tu Margarita”.
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