Christian Suasnavas tiene 44 años. Creció en el bario América y labora en Quitumbe. Foto: Carlos Noriega / El Comercio
Lo dice convencido: “Mis amigos son exagerados. No soy un Evaristo moderno, como le han dicho. Un especialista, un historiador; solo soy un quiteño amante de su ciudad, que camina por ella y cada día la quiere más”.
Sí soy muy participativo. Procuro ir a todos los programas especiales: los recorridos nocturnos, las exposiciones, las presentaciones artísticas, las ferias. Como cualquier otro.
Y por ser “fiel cliente” de todas esas actividades es que he conocido a personas que sí son los ‘Evaristos’ de hoy, gente que estudia la ciudad, sociólogos y gestores culturales. Por ejemplo, gente a la que leo bastante como los historiadores Javier Gomezjurado, Rafael Racines, Luis Azuero, Eduardo Espinosa Mora, Fernando Jurado Noboa, Héctor López Molina.
Hay grandes gestores culturales a los que he conocido por asistir a los eventos que organizan. Como Rina Artieda, de la Cofradía de los Duendes. O El peregrino de Quito, Vicente García, quien te explica la perspectiva y simbología religiosa del centro desde una perspectiva distinta a la que tienes en un recorrido tradicional.
Igual te maravillas cuando Eduardo Espinosa Mora habla de la Batalla de Pichincha y el proceso independentista. Y cuando Francisco Núñez del Arco te muestra la Independencia desde la perspectiva de quienes defendían la causa realista.
O cuando vas a la galería de Sara Palacios, en Nayón, y ves su colección sobre la Quitología y la fantástica escultura de La Torera.
Así aprendes cosas distintas, como el hecho de que la fundación de Quito en realidad fue el 28 de agosto de 1534 y en otro lugar, cerca de la laguna de Colta.
Uno abre el panorama y ve que, por ejemplo, hay otras ‘festividades de Quito’, como la Fiesta de Guápulo, el Amarre de Cruces en Chilibulo o la Yumbada de Cotocollao, de la que ha hablado mucho Mauricio Quiroz.
La ciudad grande
“He aprendido a ver un Quito más grande y más rico, en el que las parroquias rurales son muy importantes. Donde uno puede disfrutar de la gastronomía de San José de Minas, con sus pepitas de zambo y la sopita de chuchuca, del yahuarlocro de Guayllabamba, de las fritadas de Pomasqui…
No soy especialista, no soy un guía, sin embargo si un extranjero viniese y me pidiera que le muestre Quito en un día, le haría un recorrido por las fachadas del Centro hasta culminar en San Francisco y Santo Domingo.
Sí o sí, lo llevaría a la Capilla del Hombre y a la Mitad del Mundo. De compras, al mercado Iñaquito.
Sobre todo, le mostraría la vida barrial de Quito. Y entonces, lo llevaría a La Tola, a la calle León, donde Mauro Enrique Izurieta lidera el colectivo Tola La Vida.
Y a la Loma Grande, donde vecinos como Marco Rubio mantienen permanentes actividades comunitarias en las que se expresa el ser quiteño.
Porque el Evaristo de hoy, que sí existe, es el de siempre: un ciudadano bien portado, de buen humor, que ama a su ciudad, que se preocupa por el vecino, que es solidario.
Y que no está solo en el Centro Histórico. Yo, que ahora trabajo en el departamento de seguros del hospital Padre Carollo, he empezado también a conocer más este lado de la ciudad.
Y fue aquí donde vi una gran expresión de vecindad: unos moradores de Zámbiza vinieron a visitar a un enfermo y ahí, en plena sala de hospital, le dieron serenata para decirle que su pueblo venía a saludarlo y a darle fuerza. Esos sí son los ‘Evaristos’ de hoy.
César Santacruz recuerda a La Torera de Quito
Tenía unos 16 años y una jorga de amigos fiesteros. Con ellos, César Santacruz conoció a Anita Bermeo, La Torera, y a la furia de su bastón.
Era el Quito de fines de los años 50 del siglo pasado y las fiestas capitalinas empezaban a existir.
Él y sus amigos se metieron a una tienda grande -que luego devendría en supermercado- y allí, con desfachatez juvenil gritaron ¡Viva Quito! “Creíamos que el propietario se iba a molestar; sin embargo, más bien nos llamó y hasta nos dio una botellita”, recuerda don César, hoy de 78 años.
Se encaminaron hacia el norte y cerca de donde ahora es el puente de El Guambra la vieron. “La señora, discúlpeme, parecía un árbol de Navidad. La falda era de un color, el saco de otro, las medias de otro. Y un sombrero que no era muy grande pero que tampoco hacía juego con nada de lo que llevaba puesto”, describe don César.
Era La Torera, ese enigmático personaje quiteño, presente en la memoria de quienes vivieron esa capital que empezaba en Santo Domingo y terminaba en la Colón.
Se le acercaron y le gritaron un muy sonoro ¡Viva Quito! “Ahí mismo nos empezó a golpear con su bastón”, recuerda.

Entre los grandes
La Torera no fue el único gran personaje quiteño que César conoció. Y, al inicio, no tenía que salir de casa para eso.
Es sobrino del gran pianista quiteño Huberto Santacruz, quien actuara con las grandes leyendas de la música nacional. Otro tío, Camilo Santacruz, integró el recordado Trío Los Indianos.
Ellos fueron su “boleto” para, de niño, estar cerca de grandes figuras de la música nacional, como Carlota Jaramillo, el Dúo Benítez y Valencia, Los Brillantes, Los Reales, entre otros.
Por sus tíos artistas también vio cómo el legendario Ernesto Albán, don Evaristo, preparaba sus actuaciones. “Recuerdo que la compañía de Ernesto Albán se iba a presentar en un coliseo”, cuenta emocionado don César.
“Mi tío me llevó a los ensayos y vi, antes que nadie, la estampa que Ernesto Albán y César Guerra, entre otros, iban a presentar al público. Yo era niño y quedé fascinado. Don Evaristo, ¡qué gran artista!”.
Condes y corbatas
Siempre tuvo esa suerte de observar a personajes inolvidables de la ciudad. Quizás el primero, además de sus tíos artistas, fue el conde de Quito, cuenta. O sea, Jacinto Jijón y Caamaño.
Cuando el científico y primer Alcalde de Quito (entre muchas otras cosas), falleció en 1950, la mamá de don César tomó al guagua, entonces de seis años, y fueron hasta el castillo del Conde, esa monumental casa conocida como La Circasiana.
Los ciudadanos hicieron largas filas para despedirse de él.
“La condesa tenía tomada la mano muerta del conde. Ella agradecía a cada uno de los que iban. Yo me paré en puntillas, me apoyé en el féretro y vi al conde Jijón y Caamaño en su última morada”.
Vivió en un Quito descomplicado. Tan descomplicado que cuando con sus jóvenes amigos pasó un día por la Plaza Grande, los llamó un guardia presidencial y los invitó a la fiesta en la que Velasco Ibarra celebraría su quinta llegada al poder. La única condición fue que usaran corbata. Y allá fueron, con corbata conseguida al apuro, a bailar despreocupados con las hijas de los cónsules.
Don César vive ahora en Carcelén, desde donde se pega sus viajes en bus a la Plaza Grande para disfrutar de ese Quito que extraña.
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